
El ser humano ama porque Dios lo ama; de hecho, este amor puede extenderse a todo el mundo sin condición. Se trata de la caridad divina o sobrehumana: amor humano potenciado y perfeccionado por la gracia de Dios. Con este don infinito, gratuito e inmerecido, con el tiempo podemos cultivar, por un lado, una *vida contemplativa* —dimensión AFECTIVA del amor—, llegando a ver y querer a Dios en nosotros (autoestima), en el otro (fraternidad) y en sí mismo ([ad]oración). Por otro lado, basada en lo anterior, una *vida activa* —dimensión EFECTIVA del amor—, que, pasando del ser al hacer, nos impulse a concretar en acciones lo que hemos contemplado: cuidado propio (en relación con el autoestima) y obras de misericordia corporales y espirituales (relativas a la fraternidad), manteniendo y, de hecho, fomentando la comunión con Dios, tanto nuestra como de los hermanos (garantizada en todo momento por la oración). El proceso también es recíproco: la acción efectiva alimenta a su vez la contemplación afectiva.
En el Evangelio esta actitud vital se expresa con la ley suprema de Jesucristo: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente […] pero el segundo es equivalente: Amarás al prójimo como a ti mismo» (Mt 22,37.39). Aquí puede observarse además la indivisibilidad del amor divino: apreciarse a uno mismo, querer a los demás y amar a Dios son en realidad tres momentos de un mismo y único acto de caridad, que tiene como origen y fin a Dios mismo. El ejemplo principal lo tenemos en la activa Marta y la contemplativa María (cf. Lc 10,38-42) y, por supuesto, en nuestro propio carisma dominicano: «Contemplar y dar a los demás lo contemplado».
fr Bernardo Sastre Zamora OP
Provincia de Hispania
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